Post semanal

30 abril 2023

El momento de la maternidad / paternidad es, sin duda, uno de los momentos cruciales de nuestro paso por la vida.

Nuestro instinto nos lleva a desear tener descendencia y, aunque es un proceso lleno de incertidumbre y con una responsabilidad para toda la vida, de forma algo inconsciente, nos lanzamos a ésta, que es sin duda una de las aventuras más apasionantes de nuestra existencia.

El proceso biológico de ser padres es ya de por sí algo extraordinario, algo muy mágico por la brutalidad del mismo. Las mujeres hemos de gestar y parir a un ser vivo y, durante 40 semanas, nos transformamos en algo completamente diferente a lo que hemos sido hasta ese momento.

Al mismo tiempo, el hombre queda relegado del protagonismo en este proceso, convirtiéndolo en un mero acompañante, espectador de algo absolutamente grandioso.

Pero aquí ya empieza la dicotomía con la que se vive este proceso. El embarazo, como tal, efectivamente es un proceso mágico y lleno de grandiosidad por lo milagroso que es. Sin embargo, físicamente es una absoluta barbaridad para la mujer, que transforma su cuerpo en un corto espacio de tiempo y que lejos de la idealización con la que se trata, sufre multitud de síntomas nada agradables, que nadie cuenta y que ha de disimular aparentando un estado de felicidad máxima por estar en la «mágica espera».

Náuseas, dolores, incapacidad para moverse, contracturas, acidez gástrica, cansancio, sueño extremo, hemorroides, estreñimiento y toda una serie de síntomas que ha de sufrir en silencio porque de ella solo se espera felicidad.

Internamente no se encuentra en su mejor momento, pero ni ella misma se lo permite y, cuando siente malestar por pesar 10 kg más, y que su cuerpo parezca enfermo, aunque se supone que no lo está, empiezan las culpas.

Estos nueve meses son el camino preparatorio a lo que vendrá de por vida: anular completamente sus sentimientos individuales para empezar a dar prioridad solo a los sentimientos de los miembros de la familia.

Llega el ansiado momento del parto y aquí hay de todas las experiencias, desde mujeres que dicen que ha sido uno de los momentos más maravilloso de sus vidas, hasta las que dicen que ha sido el momento más crítico.

En función del parto que hayas tenido, efectivamente podrás recordarlo como algo bueno o malo, pero, por supuesto, mentalmente habrás de convencerte y, sobre todo, habrás de contar que fue el momento más importante y mágico que has tenido jamás.

Yo, personalmente, lo que más recuerdo es el miedo. Jamás me había enfrentado a un momento tan intenso y, aunque mi deseo principal era que todo fuera bien y mis hijos nacieran sanos, también temí por mi vida y eso me hizo sentir culpable.

El instinto maternal se supone que está por encima del instinto de supervivencia y, cuando estás ahí, con tus dolores, abriéndote en canal y viendo toda la sangre que jamás has visto salir de tu cuerpo, se supone que no has de tener miedo, que solo has de pensar en el bebé, pero no lo haces. El miedo es algo natural y, sin embargo, nadie te ayuda a sostener ese miedo, solo importa que des la talla, que empujes, que colabores y que, sobre todo, estés a la altura de las circunstancias porque, aunque jamás has visto a ese bebé, ya eres madre.

Un sentimiento de culpa inmenso te abraza como una especie de síndrome de la impostora, donde ocultas ese miedo para que nadie te considere mala madre y, de nuevo, esa carga va creciendo.

Los padres, testigos directos de todo, también van llenando su mochila. Silenciosamente, saben lo que está pasando su pareja y, desde la barrera, sienten esa culpabilidad de no estar sufriendo todo lo que ella, obteniendo los beneficios de la paternidad sin dolor.

Llega la crianza y, con ella, nuestras creencias. Se conectan todas nuestras heridas emocionales de la infancia y repetimos patrones sin cesar desde ahí, desde nuestras heridas. Nos sentimos culpables por no ser perfectos, por no haber evitado lo que nosotros pasamos de pequeños, por no ser capaces de dar una vida ideal a nuestros hijos y, sobre todo, cuando les vemos sufrir. Por pequeño o necesario que sea el sufrimiento, sentimos que hemos fracasado y que no hemos estado a la altura.

Se nos ha vendido que lo único que deseamos o que debemos desear como padres es que nuestros hijos sean felices, ¿todo el tiempo?

Partiendo de que esto es absolutamente imposible, empezamos a fabricarles la gran intolerancia a la frustración con la que crecemos todos y, nosotros, los padres, sentiremos que esa mochila de culpas se va llenando hasta hacerse completamente insostenible.

Ser padres es un proceso natural, llevado por nuestro instinto de supervivencia de la especie, y deberíamos naturalizarlo mucho más.

Si entendiéramos que nuestros hijos son seres humanos, que tienen su propia vida, que han de sostener su propio sufrimiento y hacer su propio camino, transitaríamos esta fase de nuestras vidas con mucha más naturalidad y calma.

Marcarnos expectativas imposibles de cumplir como padres y pretender controlar que las vidas de nuestros hijos sean perfectas, nos sitúa en una paternidad / maternidad llena de sufrimiento y frustración. Una lucha interna y externa que nos va a impedir disfrutar de una faceta muy bonita de la existencia, que podríamos pasar con más coherencia y presencia.

Entender que tu paso por la vida de tus hijos es un paso de acompañamiento para dotarles de fortalezas y no para quitar las piedras de su camino, que tu papel como padre o madre es un papel de guía y espectador y no de protagonista de sus vidas, hará que sueltes la necesidad de control de todo y poder disfrutar de lo que esta experiencia tan bonita tiene para ti.

Efectivamente, ser padre es algo maravilloso y solo el hecho de haberlo sido, ya debería llenarnos de una realización personal inmensa.

Para luchar contra esta culpa, solo hay una palabra: AMOR.

Amor incondicional, sin expectativas, sin necesidad de aprobación externa, sin esperar que nuestros hijos nos devuelvan nada, sin una torre de expectativas que hagan que este proceso tan importante y maravilloso se nuble con una exigencia ridícula y fuera de la realidad.

Nuestros hijos son nuestros porque les dimos la vida, pero sus vidas no nos pertenecen y no somos responsables de su felicidad de por vida. La culpa nos impide aceptar la vida de nuestros hijos y acompañarles en lo bueno y en lo malo como lo que en realidad somos, sus padres.

Tomar conciencia de cuál es nuestro papel en cada momento de la vida de ellos, nos permite caminar con naturalidad, sin culpabilizarnos por tener vidas normales , por ser seres humanos, sin más, nada extraordinario, con sus luces y sus sombras y sobre todo, tomar conciencia de nuestro papel, nos permite ser y transmitir esa felicidad tan ansiada por el simple hecho, de que existen.

Tomando conciencia, viviendo en coherencia….

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