Aquella tarde, Alfonso entró en lo que yo llamo, reventón mental. Un galgo del centro de acogida donde llevaba colaborando 2 meses acababa de ser adoptado, y sin entender muy bien cómo, fue uno de los momentos más gratificantes de toda su puñetera vida.
Nos situamos, un hombre de 40 años, economista y trabajador de banca. Una vida personal estable, con una mujer y dos hijos de 6 y 9 años eran su objetivo vital. Se sentía feliz con su familia pero su trabajo, hacía ya mucho tiempo que le parecía un auténtico infierno.
Había pasado por varias sucursales y en todas ellas, había chocado con compañeros, superiores o clientes que habían detonado su situación actual.
Un día, hacía unos 6 meses, se levantó y pensó que le estaba dando un infarto. Una presión enorme en el pecho le impedía respirar y un sudor frio le heló hasta el alma. En urgencias le diagnosticaron un ataque de ansiedad y desde entonces, a pesar de la medicación que le convertía en un zombi, le había repetido en varias ocasiones.
En terapia, su psicólogo le había recomendado que explorase en sus recuerdos para buscar una actividad fuera de lo profesional y lo familiar, que le hiciera salir de sus rutinas. Tras varios intentos en pintura, deporte, teatro, lo que él podía recordar de su infancia, es que le apasionaban los animales. De hecho, sus primeros años de conciencia, recordaba que decía a todo el mundo que sería veterinario, pero su padre le clavó para siempre una creencia negativa con frases como, «tu vales para algo más que para vacunar perros» y cuando llegó el momento de elegir, ni se le pasó por la cabeza.
Siguiendo aquel romántico recuerdo, decidió empezar a colaborar con una protectora de animales y tomar contacto con aquello que tan feliz le hizo de niño.
Aquellos sábados en el Centro de acogida y aquellos animales, habían devuelto a Alfonso la ilusión por la vida. Durante la semana solo pensaba en cuantos días quedaban para volver al centro y los problemas del trabajo o de su vida personal, ya no le hacían desbordarse.
Tenía siempre en la cabeza alguno de los animales que estaba en una situación delicada y su mente, siempre estaba trazando estrategias para conseguir una familia para ellos.
El trabajo no le gustaba pero sin embargo, la carga mental que le suponía ir a trabajar, no solo había desaparecido sino que empezaba a aceptar situaciones, que unos meses atrás le hubieran abrumado. Su trabajo era desagradable pero de alguna forma, había integrado que era algo que se le daba bien y le permitía tener la vida que quería tener, pero no era la parte más importante de su vida.
El trabajo con los animales se le daba realmente bien, sentía que tenía un don para conectar con ellos y de alguna forma, su presencia en la protectora era importante. Además, profesionalmente había entrenado mucho la estrategia y desde su llegada al centro, la acogida había aumentado por las propuestas que él había hecho para difundir las llamadas.
Por otro lado, estaba empezando a involucrar a sus hijos en aquella actividad y Se sentía entusiasmado de ver cómo estaba transmitiendo el amor por los animales a los niños, niños que se sentían muy orgullosos de su padre y al que le transmitían su admiración. Por primera vez, se hacía consciente de la importancia de dejar un legado personal a sus hijos y esto le devolvía el sentido a su vida.
De niños se nos frena normalmente, aquellos que de forma natural se nos da bien. Todos los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero no somos conscientes, que los niños nos muestran sus aptitudes naturales y por ese camino, es donde encontraremos lo mejor para ellos. Forjar expectativas para nuestros hijos, hace que de forma inconsciente les marquemos el camino para resolver nuestras propias frustraciones y les vetamos la posibilidad de encontrar su verdadero potencial.
Tomando conciencia, viviendo en coherencia…